Cuento y collage digital de Pablo Scurzi
En imaginaria existen algunos pocos puertos dónde hallar refugio durante una tormenta. Cada uno tiene un faro y cada faro, una personalidad que lo hace único. Los llaman Arges, Brontes y Estéropes, solo para identificarlos. A veces alumbran, a veces cantan, o bailan, o pintan amaneceres; cualquier tipo de expresión artística les es común, incluso la tristeza.
De lejos parecen estar deshabitados, y los viajeros desprevenidos los suelen ver como gigantes lúgubres, olvidados, vacíos, abandonados a las inclemencias de los mares imaginarios. Pocos extranjeros pasarían tiempo allí si no fueran forzados por un accidente climático.
Pero en la región todos saben que no es la sal, ni la brisa marina, ni las agitadas gaviotas aquello que desgasta a estos magníficos edificios. Las borrascosas brumas llegan con los náufragos, incautos que se arriesgan a navegar más allá del horizonte de sus pasiones y quedan atrapados en las penumbras nubosas de las noches imaginarias.
En la soledad de un mar calmo, la solemnidad de un atardecer caído, puede crecer tan rápidamente como olas de luna llena y, sobre el húmedo suspiro de una vela izada, volverse melancolía, pena, dolor, tormento, abandono, ausencia.
-Un poco de melancolía está bien, dicen convencidos los imaginarios más curtidos. -Fortalece el carácter, dicen otros junto al espigón, pero si crece sin pausa, se puede perder la orilla. Cuando esto ocurre, un faro es la única esperanza de retorno. Las enfurecidas aguas de la culpa, irremediablemente inundarán el casco de los barcos imaginarios que no logren divisar en tiempo a los hijos de Urano y Gea, y su titánica lucha por traer a los crédulos navegantes a casa, será en vano.
Quienes no hayan navegado estos bravíos mares nunca sabrán distinguir un pulso, una vibración, una imagen lejana de soledad en otro viajero perdido. Todos los imaginarios le temen al mar, pero en algún momento de sus vidas, todos lo desafían, lo enfrentan, eventualmente lo insultan y vuelven a extender sus velas a cualquier viento para luego dejarse guiar de regreso por el sutil parpadeo del único ojo de los gigantes de piedra.
En los faros, sin embargo, quedan las marcas de aquellos que no lograron llegar. Refugiados sin refugio de las tormentas del tiempo, rasguños más allá de su piel.
En sus cimientos, sus paredes, sus cristales, sus candelas, yacen inscriptos los pedidos de auxilio de los vencidos y, aunque todo parezca calmo y silencioso, los imaginarianos saben que el dolor grita en sus muros como recuerdos de auroras ausentes.
Tal vez sea este el motivo del amor que le profesan a estos cíclopes. No tanto por sus logros, sino por la empatía que les genera el fracaso de cientos de batallas perdidas de pie.
Si, en Imaginaria, la medida de los héroes, son aquellas metas personales que nunca llegaron a cumplir.