Al Este de Imaginaria hay un curioso reino con forma de tablero donde siempre está cayendo el Sol.
Los imaginarios suelen asomar sus cabezas sobre colinas como hombreras para ver, en un teatro en blanco y negro, las batallas simbólicas que emprenden sus marmolados habitantes y las intrigas que forjan sobre el campo bicolor.
Labriegos o nobles, los guía por igual la lealtad a su Rey pero, de vez en cuando, una traición en el damero, entristece a la realeza y al corazón de los espectadores imaginarianos detrás de escena.
Durante uno de los tantos atardeceres ocurrió lo impensado.
–Jaque!, dijo la Reina Negra, sorprendiendo a su propio Rey.
–Jaque?, qué querés decir?, somos del mismo color, no podés cantarme “jaque”– respondió el Rey mientras miraba sorprendido a sus Alfiles, que silbaban bajito y miraban para otro lado.
–Es que me siento tan limitada…- pensó ella en voz alta, mientras lustraba su corona con la punta del vestido.
El Rey se molestó con razón: –Pero si vos podés moverte por todo el tablero, ir y venir cuantas veces quieras, comer en los mejores restaurants, correr en cualquier plaza… y siempre con guardaespaldas…
–Bueno si, pero vos te la pasas enrocando con esas Torres, no me digas que no; siempre haces lo mismo, que el ping-pong, que la musiquita… y todo el laburo lo tengo que hacer yo.
El Rey, que no era muy paciente que digamos, hizo un profundo suspiro y mandó a sacrificarla sin más, directo a la “caja”. Los Alfiles obsecuentes, aplaudieron la decisión.
En el distante frio de sus destinos, la Torres preocupadas, volvieron desde el otro extremo del tablero; siempre al margen de las disputas palaciegas. La Caballería creyó que la orden de Su Majestad había sido algo apresurada pero, ellos siempre supieron lo que es vivir a los saltos. A los Peones no se les permitía mirar atrás así que nunca supieron bien que había pasado, se iban enterando de a poco por los comentarios de sus circunstanciales oponentes blancos con quienes día a día se enfrentaban, o por las pocas palabras que intercambiaban con la nobleza que cruzaban en el camino.
Pese a la taxativa orden del Rey, la traicionera Dama logró escapar y corrió a pedir protección al líder espiritual y representante del eterno sobre el Tablero: el Gran Reloj de Arena:
–Qué el Rey se volvió loco, que solo escucha a sus Alfiles, que se la pasa tocando el laúd y el arpa… Y así fue tramando una convincente historia que hablaba de cómo ella merecía la gloria por hacer todo el trabajo, incluso el trabajo sucio. Ella, sagaz arpía, sabía “qué” decir y “cómo” decirlo para que suene peor y así conseguir una nueva corona, una de esas que repartía el Reloj, coronas de papel.
Cuando el Rey supo que la Reina se había encontrado con su santidad el Reloj de Arena, viajó hasta los confines de la ciudad santa para pedir audiencia con el rector de los tiempos de las comarcas cuadrillé.
El Reloj de Arena escuchaba y apenas si intentaba un tímido “tic-tac” que, por otro lado, no era ni un sí, ni un no… poca cosa para ser un “representante divino”.
Cansado de no ver señales de alarma en el gran administrador de los Tiempos frente a tamaño relato, Su Majestad decidió irse a otro tablero, dejar al Reloj, a la Reina y a sus antiguos adversarios Blancos, discutiendo por “pedazos de nada”.
Juntó a sus tropas leales y buscaron refugio en un gastado tablero de plaza al cual, si bien le faltaba algo de mantenimiento, serviría para jugar y olvidar la traición.
Algunas piezas no resistieron la intemperie y disimuladamente se dejaron caer de la mesa para correr con la Reina, que a todos prometía, megáfono en mano, participación directa en alguna jugada magistral, en tanto y en cuanto la venerasen como la figura máxima del tablero vernáculo.
El tiempo irreversible, como incoherente venganza, pasó fortaleciendo a los débiles, debilitando a los fuertes y así fue que, poco duró la fiesta en el reino de las coronas de papel. Para cuando el gran Reloj de Arena vino a reclamar su parte, los despojos de una estrategia basada en promesas incumplibles, quebró la madera de muchas fichas que habían optado por el confort ficticio de un interior vacío, abandonando los valores de hidalguía y lealtad postulados desde tiempos inmemoriales por el Rey Negro.
Como un observador casual, desde aquel parque en Imaginaria, el justo Monarca veía con dolor como su antigua Reina y sus viejos compañeros de batallas, seguían discutiendo por espacios que él jamás les había negado y sabía absolutamente vacíos.
El dolor se convirtió en pena, la pena en desencanto, el desencanto en experiencia, la experiencia en años y los años trajeron nuevas Reinas de las que él, irremediablemente sabía, algún día le dirán: –JAQUE!
Excelente Sensei. Lo leyó mi esposa que es profesora de Historia y le disparó ideas para preparar clases sobre la sociedad en la Edad Media en base al ajedréz.