Las tristezas en Imaginaria son cosa seria. Nadie anda por ahí tomándolas a la ligera o descuidándolas. No señor! Una tristeza es un bien, un tesoro invaluable que todo imaginario conserva como pequeñas cuentas de un rosario, como perlas que en vez de estar atadas a un cordel, les revolotean cual mariposas de otoño.
De vez en cuando, los seres del valle carmesí, se sientan en un banco de plaza y toman una al azar. La miran, del derecho y del revés, de cerca o con lupas, tratando de recordar aquello que les llevó a quedarse con ella. No hay culpa en sus miradas, ni revancha, ni melancolía, solo la curiosidad por aprender que fue de ellos mismos y como se construyeron de tristezas.
Si, los imaginarios se forman de tristezas, a partir de las miradas de los otros. Ellos se componen y recomponen de baldosas de sensibilidad y relaciones como argamasa. Saben cuán difícil es despertar a la conciencia de sí mismos sin una pena como catalizador.
Pero, ¡cuidado! no son tristes. O al menos lo son tanto como una casa es una pila de ladrillos. En todo caso, ellos entienden que crecer es un proceso y los procesos generan cambios y el cambio a veces duele, y el dolor, en definitiva, es un maestro eficaz.
Los he visto clasificar metódicamente tristezas, ponerles un título que, curiosamente, siempre empieza con la palabra YO: “Yo siempre lo supe”, “Yo no la valoré”, “Yo callé”, “Yo creí”, “Yo crecí”, “Yo crucé la línea”, “Yo pude evitarlo”, “Yo no pude evitarlo”, “Yo hablé demasiado o no dije suficiente”…, cientos de categorías, y en todas, el mismo responsable.
Jamás oirás a un imaginario decir cosas como: “…él me atropelló” o “…me pagan poco por mi trabajo” o “…me dejó”. Ellos siempre eligen cuidadosamente las palabras para hablar de sus tristezas: “no miré al cruzar” dirán o “debo esforzarme más antes de renunciar” o “nunca le dije cuanto la amaba”. Un famoso imaginario dijo una vez: “Nadie se ilumina fantaseando figuras de luz sino haciendo consciente su oscuridades”.
Empatizar con las emociones de otros es una práctica común en el valle imaginario. A veces se los ve intercambiando tristezas en un café: -Tengo dos tristezas sociales, ¿me das una personal?, y entusiasmados revisan sus nuevas adquisiciones con la pasión de aquellos que quieren entenderlo todo. Y es que a muchos de ellos les gusta estar preparados para lo que prefieren prevenir o saben inevitable.
La tristeza no es un signo de debilidad. No permitirse hacerla a un lado, sí. Pues todo imaginario sabe que si no identificamos a tiempo las tristezas estas crecen hasta la anhedonia.
Así y todo los sorprende, y a menudo no hay redes de apoyo ni consuelo que alcancen o eviten la suave danza en el aire que los conduce al suelo como doradas hojas de otoño. Y allí, donde el rostro se demora sobre el frío fondo, aparece la mayor expresión de la tristeza imaginaria: la Lágrima.
En los primeros días, cuando no logran superar una pérdida, una desilusión o un fracaso, se los ve, abatidos de cansancios, mal dormidos y peor alimentados, rodeados de pequeñas perlas rellenas de sal.
Revisan una y otra vez cada lágrima. Buscan agitados entre aquellas tristezas que han vivido o han intercambiado, esperando hallar alguna que los ayude a poner distancia, a relativizar su historia, a impulsar desde adentro lo aprendido en pretéritos tiempos, a cicatrizar el dolor aunque aún duela.
Focalizados en su problema, los pensamientos intrusivos atentan, enfurecidos como olas, cualquier tipo de solución más allá de su mundo inmediato y sin motivo; murallón de piedra carcomida desde donde los más débiles bajan los brazos y se abandonan a sí mismo.
En esos días distópicos de grises ansiedades, es poco lo que pueden hacer sus pares, más que esperar a su lado, pacientes y en silencio. A veces con esto es suficiente, otras veces no, y se necesita de algún profesional de la óptica que sepa limpiar los cristales empañados de impulsos exhaustos y descoloridas impotencias.
Entonces, una pequeña luz se enciende. Una nueva pieza en ciernes, una perla pura en formación que los rescata de la creciente en sombras. Otra lágrima aparece, la última para el drama asimétrico de una tristeza imaginaria.
Como pequeños tesoros de su propia historia, esos sutiles cristales húmedos logran reiniciar los procesos de gestión de las emociones ilógicas. Vuelven de a poco los pensamientos alternativos, la capacidad de enfocarse, la reorganización de las conductas cotidianas, el aroma del café por las mañanas y la luz del Sol de abril.
Es común ver en las calles imaginarias carteles indicadores que dicen: Permitido Llorar o luminosos bares donde se aceptan suspiros como parte de pago o bancos en las plazas con anuncios como: Llore Aquí. Todos saben que las tristezas son una emoción indispensable, una ayuda al orden de los cambios, de las pérdidas, de los traumas, sus actos, sus palabras, sus silencios.
Las tristezas en Imaginaria son cosa seria. De ellas surgen los más grandes poetas, los actores, los literatos, los músicos, los pintores, hombres y mujeres que hacen de sus vulnerabilidades su mundo, su entorno.
Para los imaginarios, las penas son una oportunidad para crecer, para ser mejores, y como no todos ven lo mismo, unas pocas lágrimas de tristeza compartida, pueden hacer la diferencia en la visión caleidoscópica de una nueva perspectiva.
Es por esto, que todo imaginario que se precie, lleva sus tristezas con orgullo revoloteando en derredor.
Créditos
Pablo Scurzi vive en la ciudad de La Plata, Buenos Aires, Argentina. Este cuento fue escrito en el año 1991. Los collages digitales fueron realizados en el 2022 para la publicación en esta revista.